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El Cultural

LUIS ANTONIO DE VILLENA

El poeta sabe que la soledad es el frío helado de la vejez. Convertido en un ser de lejanía, el artista debe sombrear el espanto porque, después de todo, la historia de la soledad que desemboca en la última cuneta puede resultar “maravillosa”. Se desmiente enseguida y escribe: “Odio el tiempo final de mi vida, que la vejez impía achica y merma y cercena y pudre”. Luis Antonio de Villena destaca en el esplendor poético de la República de las Letras. En su libro Miserable vejez (Visor) se siente como un latino fantasma que camina por la alta Castilla, ajeno al hermoso torreón, a la heladora escarcha. Permanecerá en la flecha del viaje, y más aún en su arco de huida. Sabe perder porque cree que siempre ha perdido. Y se le enternecen las letras al pensar en la muerte, no como Jorge Manrique tan convencional, sino como el Jorge Luis Borges de “a ti también en otras playas de oro te aguarda incorruptible tu tesoro, la vasta y vaga y necesaria muerte”. Conoce el poeta sus límites, pero intenta transgredirlos. Anciano junto al fulgor de la negritud, Luis Antonio de Villena, cree que la vida es una trampa y que sólo cuenta el pasado. Cuando se levanta de la cama, sus rodillas tienen algo de piedra lunar y al enfrentarse con el espejo se estremece ante la boca saqueada, las bolsas de los ojos, el cabello ralo, breve, estepario, hosco, y las pupilas cenizosas, estrellas en las que la tristeza y el desengaño tienen apagado nido. Sabe que el amor todavía le atrae con su andar en nubes de oro, aunque algún día también será puro estropicio, desánimo final del mundo, chabisque de la carne. “Soy un anciano que no logra la calma –afirma el poeta– aunque vagamente espero una playa feliz”. No sabe cómo ha llegado a tan obvio desamparo y aunque su mirada es sombría, posee la bondad del último saber. Recuerda entonces la luz de Dracino, príncipe italiano, la amarilla arena, el oasis repentino, la mística del amor, el olor a sándalo. Pontífice de una religión de soledades, ha llegado a la misma conclusión que José Hierro, y no le queda nada de lo que fue todo y que en definitiva era la nada. Y además, qué más da que la nada fuera nada, si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada. Creyó el poeta que la vida era una aventura, una noche larga, un súbito amanecer y por eso escribe: “Desde un cerro abrileño te miro con vaga placidez, un continuado, suave amor, y sé que te quiero y te querré mientras viva, silencioso río que arrastra y rompe el mármol vivo”. Se acuerda entonces de sus temblores y meditaciones con María Zambrano, pero las mieses de antaño son imposibles cuando apenas vive porque el tosco mundo nuevo destruye el tosco mundo viejo. Y todo se derrumba. Todos mienten. Escupen y ensucian todo. Y al poeta sólo le queda la soledad y la muerte. “Árbol hermoso, recuérdame que fui joven un día”. Pero hay una araña que siempre revive en la vejez, la sutil tortura de la edad que avanza. Y al final esperan las sombras del hospital lejano y solo que cobija la innata mendicidad de la vida. Seguir leyendo

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