La Opinión A Coruña
COMPRARSE UN TESLA EN TIEMPOS DE MUSK
Iba en el metro, de camino a casa. Estaba escuchando Both sides now, esa canción de Joni Mitchell que me entristece y emociona, me alegra y me hace pensar. Lo hacía, la escuchaba, en la voz de su autora. Especifico porque habrá quien descubriera el tema gracias a Judy Collins, pues fue la estadounidense, y no la canadiense, quien primero lo grabó y popularizó, a finales de la década de los sesenta. Decía que es, Both sides now, una canción que me hace pensar, sí. Mi mente, tendente a la relajación, a la calma, cuando suenan notas que le gustan, se estimula al escuchar a Joni Mitchell decir: « I’ve looked at love from both sides now, from give and take, and still somehow it’s love’s illusions that I recall. I really don’t know love, I really don’t know love at all » . Además, siempre que la oigo me imagino, como si en ese momento tuviera en el sofá de mi casa tumbada, o sentada, a Emma Thompson en la escena de Love Actually en la que su personaje ha descubierto que su marido es infiel. Ella solo quiere quedarse en casa conteniendo las lágrimas que se resiste a derramar y escuchando a Joni Mitchell afirmar que no entiende el amor, que no lo entiende en absoluto, que lo ha mirado desde ambos lados, el del dar y el del recibir, que aún recuerda las ilusiones que provoca, pero que no lo entiende, ni tampoco la vida, en absoluto. Pero tiene que ir a la función de Navidad del colegio de sus hijos porque eso hacen las madres, eso deben hacer, renunciar. En esas estaba, pensando y canturreando el estribillo de la canción, suelo hacerlo, no muy alto, lo suficiente para que la gente me mire y sonría, algunas personas, las buenas, cuando la vi, y me vi. Una adolescente. Vestía ropa cómoda, playeras. Pelo largo y castaño, ojos negros, profundos. Llevaba puestos unos auriculares de cordón. No sé qué escuchaba, es imposible saberlo. Joni Mitchell no, seguro. O sí. Tal vez aquella chica iba oyendo Both sides now. Porque esa joven era yo. Lo fui. Pude serlo. Me imaginé en ese mismo vagón, la línea 2, pero 28 años atrás, recién llegada a Madrid. Ansié haber tenido su seguridad, la confianza que desprendía su mirada al cruzarse con la mía, capaz de esbozar una sonrisa sin miedo, sin la incertidumbre de no saber quién era porque lo sabía, lo tenía muy claro, también hacia dónde ir, en qué estación se bajaría, qué vida elegiría, después. Ella, yo, hubiera sabido, ya entonces, que sería escritora y que, casi tres décadas después de aquel viaje en metro, en la inauguración de una exposición de collages de Carmen Martín Gaite, a la que adoraba desde que la empezó a leer en el Círculo de Lectores, una mujer la pararía para confesarle su admiración. Perdone que la moleste, nunca he hecho esto, pero he venido con mi madre, que como ve está muy mayor, apenas puede caminar, pero vive cerca, por eso la he traído, y quería que la conociera, que la viera, porque es usted una de mis escritoras favoritas. Y esa autora que un día fue una joven, adolescente, con ropa cómoda, playeras, pelo largo y castaño, ojos negros, profundos, que escuchaba a Joni Mitchell en el trayecto hasta su casa, hubiera sabido cómo reaccionar, qué decir, más allá de darle las gracias y ruborizarse, abrumada, luego llorar. Pagar cincuenta mil euros para aportar un coche a los atascos perpetuos es la versión contemporánea del heroísmo. Si la marca elegida es Tesla, de los Musk de toda la vida, se asciende otro peldaño hacia el martirio. Quienes se niegan a adquirir este vehículo eléctrico por motivos ideológicos, deben aportar antes el estado saneado de su cuenta corriente, para evitar el zorruno « no me compro un Ferrari verde por respeto al futuro del planeta » . El dueño de la empresa y copresidente de Estados Unidos ya ha denunciado « un nivel de violencia de locura » contra sus productos, en las calles y en los concesionarios. Los más suspicaces se plantearán si el hombre de los quinientos mil millones se ha metido en política para ocultar la pérdida de liderazgo y de mercado frente a sus competidores chinos. Aunque Trump insista, Estados Unidos no consigue ser una realidad ajena. Circulando sin rumbo por una capital de provincias, te encuentras aparcado un Tesla muy particular, porque su matrícula recentísima delata que ha sido adquirido con Musk al frente de la Casa Blanca. Vaya por delante la absoluta inocencia de un coche que, como artefacto cada vez más inteligente, no queda claro que votara a su creador. Recuérdese a tal efecto la rebelión de los replicantes contra la Tyrell Corporation en Blade Runner. Comprarse un Tesla en tiempos de Musk es el mayor y más caro compromiso político que puede asumirse. Dan ganas de esperar a que comparezca el propietario del vehículo aparcado, para indagar si su motivación fue política o medioambiental, y para aplaudirle en caso de que ofrezca la respuesta apropiada. Bajo los designios imperiales de Trump, este vehículo no solo ocupa un espacio como todos sus congéneres, también invade un país. Se yergue, o mejor se tiende, como un desafío. No solo en exhibición de la supremacía norteamericana sino, sobre todo, para demostrar que el ser humano es el único animal que cree que el coche eléctrico revertirá el cambio climático. Seguir leyendo
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